viernes, 29 de enero de 2010

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Ay dios, cuando ví nuestro nombre (por que no es el mío es el nuestro) en ese recuadrito del periodico, me eche a llorar cual reina de belleza... qué sentimiento tan bello.

lunes, 25 de enero de 2010

Esos libros que nunca deberían de terminarse.

Mostramos menos de lo que somos porque no hay tiempo, porque no hay oportunidad porque no hay confianza. Sabina (Milan Kundera) asevera; cuando hemos perdido la intimidad lo hemos perdido todo, mientras su amante cita a André Bretón; la vida debería de ser como una casa de cristal. Dicen que los extremos no son buenos, me niego a creerlo así. A mi me gusta estar en ambos lados a diferentes tiempos. Y es que es eso que menos mostramos lo que distancia nuestras diferencias y nos hace más próximos. Pero...

A veces pienso que perderlo todo me acerca a algo más profundo, más bello y más amplio (Jung), pero también pienso como Sabina que el mantener algunas cosas en secreto me libera más de lo que me ata, es esa seductora búsqueda de la liviandad; negarse a la materia, a la fuerza de gravedad, salirse de éste mundo. Eso es lo que yo pienso. Ya veo a mi ex terapeuta diciendo que esta dualidad es el principio de la neurosis, a mi eso ya no me importa, hace tiempo que deje de creer en los terapeutas.

(Esto es lo que soy y nada más.)

jueves, 21 de enero de 2010

Estoy sola

Lua y sus amigos imaginarios

(Hace mucho que no dibujaba tonterías, en realidad hace mucho que no dibujaba. El gato con cara torcida es Totó, un gato callejero va por las noches a visitar a Lua -la gata gorda del centro, mi gata- y es el único amigo gatuno que le conozco, todos los demás son imaginarios; el sujeto calvo es un fraile que se encarga de cuidarlos a todos y se la pasa suspirando y el del sombrero es muy guapachoso y canta y toca la marimba para animarlos a todos.)

Extraño los secretos, contar con la voz entrecortada los sueños más reveladores y vergonzosos que he tenido, aguardar en silencio y recibir otro a cambio. Extraño pronunciar los secretos que guardamos desde infantes, vernos de pronto liberados de su peso. Extraño que me adviertan con voz silenciosa “no se lo vayas a contar a nadie” y decir lo que nunca antes habíamos dicho, lo que ni siquiera nos habíamos atrevido a escribir. Extraño tumbarme en la hierba y dejar que otro cuerpo me rodee, pasar la tarde en la rama de un árbol, reírme hasta el dolor por las cosquillas, escuchar canciones en la radio. Parece extraño, pero a veces pienso que son cosas que nunca más volverán a ocurrir.

sábado, 9 de enero de 2010

Mi abuelo

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Imagen: serpientes y escaleras con Anthony Quinn
El papá de Virginia
Mi madre cuenta que la llevaba caminando sobre un gran puente cilíndrico, el ambiente era denso y gris, bajo ellos el agua corría ruidosa por el acueducto de la ciudad haciendo que se les humedecieran las ropas. Ella tenía cinco años y él la llevaba tomada de la mano a ver a su amante, una mujer que se dedicaba a hacer conjuros y limpias, esas cosas de brujería. En su oscuro departamento tenía desperdigadas todas las cartas del tarot, ilustraciones por demás raras y estatuillas como pequeños monumentos a su gran poder, además rondaban por el piso multitudes de gatos.

Mi madre a veces veía por accidente alguno de los sortilegios que la mujer desplegaba sobre mi abuelo, por eso él la entretenía dejándola en la sala con algún juego de mesa, se retiraba a la habitación contigua y le hacía el amor salvajemente a la bruja mientras que mi madre tiraba los dados de un serpientes y escaleras o intentaba consolar a los pobres gatos que hambrientos no dejaban de llorar.

Mi abuelo se robó la lata de aluminio donde mi madre tenía metidos todos sus ahorros, moneditas de cinco centavos que guardaba disciplinadamente en lugar de comprar golosinas. Al final mi madre no pudo reclamar ni el contenido, ni la lata, ya que ése dinero se lo había dado él por intersección Rosa María, mi abuela y de algún modo le pertenecía.

Un día decisivo golpeó a Rosa María, y decisivamente sus dos hijos varones y uno adoptivo lo sacaron también a golpes de la casa amenazándolo de muerte si volvía a pasar por ahí, mi madre y sus dos hermanas mayores lloraban abrazándose fuertemente, hasta la fecha nunca supe si lo hacían por felicidad o de tristeza. Años más tarde se enteraron de su muerte por los periódicos, nunca bebía, pero aquella vez lo hizo e inexplicablemente terminó caminando por un campo minado, fue la última vez que le vieron con vida.

El papá de Alejandro
Los que lo conocían aseguraban que tenía un gran parecido con Anthony Quinn. Anthony Quinn en tiempos de hambruna dice Alejandro, uno no podía creer que unas piernas tan flacuchas como las suyas pudieran soportar un torso tan fuerte y esos brazos de boxeador que él tenía. Sin embargo era un hombre tranquilo que se sentaba por las tardes a sorber café negro y a leer cinco libros por mes. En su biblioteca personal tenía El Quijote y tres tomos ilustrados de La Divina Comedia cosa sorprendente en una época dónde los libros eran difíciles de conseguir.

Cuando no leía jugaba ajedrez o dominó, fue un gran entusiasta de la suerte y el azar por eso regularmente apostaba a sus caballos favoritos o compraba boletos de lotería donde el premio mayor eran 500 mil pesos, un dineral para aquel entonces. Una de esas ocasiones, lotería o caballos no lo sé, la hizo en grande y con el dinero compró tres edificios de departamentos en el D.F., la tía Amelia le decía a Alejandro que cuidara bien a su padre, después de todo si no era a él ¿a quién más se los dejaría en herencia?

Mi abuelo era metódico, iba a los mismos restaurantes de siempre, siempre pedía una taza de café de olla y siempre en todos ellos, terminaba con el contenido entero del azucarero, los meseros comenzaron a poner en su mesa azucareros a medio vaciar, no es que temieran por su salud si no por la economía del local. La restricción le molestaba en sobremanera, les decía con tono altivo “En lugar de Díaz, prefiero a Juárez” y se retiraba, ésta frase la utilizaba en lugar de proferir maldiciones, un hombre como él, de buena familia y con sangre franco-española no podía permitirse un vocabulario vulgar.

Hubo una época en la que mi abuelo comenzó a frecuentar a una mujer que practicaba brujería, fue la misma época en la que comenzó a desaparecer su imagen de las fotografías familiares, alguien, no se sabe quién, lo recortó de todos esos recuerdos para que ya no hubiera más lazos, para olvidarlo para siempre. Cuando Alejandro se marchó de la casa a los 15 años también comenzaron a desaparecerlo, ya no estaba en las fotos de bautizo de sus hermanos, ni en la fiesta de XV de su hermana la mayor, se sintió triste, sigue pensando que todo lo causo aquella mujer.

Entonces mis abuelos se separaron y de ningún modo hubo reconciliación, mis tíos jamás volvieron a ver a su padre porque la familia se mudó para Guadalajara. A mi abuelo no lo conocí, pero Alejandro le enviaba fotos de sus nietos; Ernesto, Susana, Orietta, Edgar y Patricia, a los demás no los conoció. La dulzura causó su muerte, el acta de defunción que tiempo más tarde trajo a manos de la familia un detective privado marcaba con siglas en negritas: Cirrosis, en vida nunca bebió pero el azúcar que siempre ponía a su café hizo de las suyas con su pobre hígado.

lunes, 4 de enero de 2010

El segundo piso, el tercer piso, los escalones.

Comencé el 2010 con una comida que terminó en cena, Jorge encendió el asador y en su apretado balcón la carne comenzó a cocinarse. Nosotros delirábamos de hambre, desde el segundo piso veíamos el vecindario, éramos los heroicos Robin Hoods desperdigando gloriosas quesadillas imaginarias a los también imaginarios vecinos hambrientos. La gente vociferaba nuestros nombres.
Hubo un momento en que las quesadillas se tornaron caldos hirvientes y densos de menudo. Jorge seguía cocinando. Mientras, Ale y Oscar ideaban ingeniosos métodos de saciar a una nueva ola de multitudes de mujeres que cargando ollas se aglomeraban de bajo nuestro. Clamaban por menudo y nosotros las saciábamos arrojando el caldo desde el segundo piso, algunas pobres no calculaban la distancia y llegaban a quemarse la cara. Una situación por demás absurda.
La escena me hizo recordar el capítulo 41 de Rayuela; Oliveira enderezando clavos a golpe de martillo le dice más tarde a una Talita insolada, apunto de caer por un puente construido de tablones entre ventanas (hombres): ya se sabe que la nieve hace delirar antes del sueño inapelable. Es mi capítulo favorito y casi lo había olvidado.

Cuando tenía 15 años viaje fuera de Guadalajara, conocí a A., podría decirse que nos enamoramos. A mi regreso como regalo de despedida me obsequió Todos los fuegos el fuego, para cuando terminé de leerlo compre Rayuela y él enseguida vino a visitarme. Furiosos rajamos el envoltorio del libro, nos arrojamos hacia la cama y comenzó a leerme por primera vez el inicio del capítulo 41. Pasadas las primeras páginas cerró el libro.

- Luego lo leerás con más calma, prométeme una cosa; no le creerás a nadie más lo que te voy a leer, seguro habrá alguien más, pero yo seré el único que te lo diga de verdad.

Dicho esto abrió de nuevo el libro para comenzar a leer ahora el capítulo 7. Entre tanto lo pienso no recuerdo su voz, sólo el momento y esa inconfundible gravedad sonora y pausada que en un futuro escucharía de una grabación de Cortázar (Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca...) después A. se marchó para siempre.

Tiempo más tarde me tope con un joven, aunque mayor que yo, vendedor de cachivaches, compartíamos el camino que me llevaba todos los días después de la prepa a la escuela de música. Un día me tomó de la mano para llevarme sobre las escaleras de un cine porno, contra la pared y los pies en dos escalones diferentes nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura .Ya no me habían leído, esta vez lo vivía y era de verdad. Nuestros encuentros eran siempre imprevistos, instantáneos. Él sentía añoranza por su Argentina y yo le presté Todos los fuegos... fue feliz.

- Mirá que te venga a gustar Cortázar y encima sea un libro editado por EL PAIS un diario de mi patria.

Y besó mi mejilla. Después de aquella ocasión no volvimos a encontrarnos. En veces nos vemos a lo lejos e intentamos reconocernos, acercarnos, yo se bien quién es él; Luis Gygli el único chico que ha hecho temblar mis rodillas. Sin embargo estoy segura de que él no recuerda siquiera mi nombre. Ahora no sé a quien pertenecerá aquel libro, las cosas cambian (de dueño) más rápido de lo que uno cree. En ese entonces siete años atrás, yo aprendía a tocar el saxofón mientras que hoy, teniendo la misma edad de A. al leerme el capítulo 41, no sé muy bien que es lo que hago, pero esto es seguro; debo de estar aprendiendo lo necesario.