Estaba colocando arena nueva en la caja de la gata, la arena nueva me agrada en sobremanera, la cojo a puños hasta que se me escapa de las manos, la poca que conservo la espolvoreo como si sazonara una gran olla de comida y me sacudo las palmas haciéndolas sonar declarando de esta manera que ya he terminado el trabajo.
Entonces me he detenido a pensar un poco meneando la cabeza hacia los lados y caí en cuenta de que hay veces que no quiero saber nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, de nada, nada, nada de nada, nada, nada de nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nadie.
Sé que debería estar dormida. Pasan de las 2 am y he preferido pasar un poco de la noche en vela leyendo cuentos, imaginando la vida truncada de los personajes por el punto final, trato de no pensar en qué diablos haré dentro de unas horas cuando tenga que prepararme para ir a la escuela. Y es que, últimamente, la escuela o la vida entre semana no son una de mis cosas favoritas.
Estoy tratando de no pensar en bañarme y encontrar algo de ropa limpia en el piso de mi recámara, desayunar y preparar mis alimentos para el resto del día, quizás no encuentre nada en el refrigerador, eso es lo más seguro, como también es seguro que moriré de hambre y sueño todo el maldito lunes -dicen que el lunes es el día que más gente se suicida- no habrá nada bueno en la escuela, algún maestro faltará, tendré horas muertas de pláticas forzadas en los pasillos (para matar aún más el aburrimiento), una clase aburrida, veré a la misma gente que he visto a lo largo de dos años y mi pesimismo me hará de un humor negro insoportable.
Trato de no pensar en ello, pero es inevitable. De pronto me doy cuenta de algo, sé de memoria las actividades de la semana, tal vez esto haga que olvide mis tareas, materiales, herramientas, pues toda la semana parece una repetición de la anterior. Llego a casa de la escuela y caigo en un knock out de sueño en la taza del baño, en un sillón de la sala o sobre la mesa de la cocina, hasta que la gata viene a lamerme la nariz pidiendo que la alimente, a veces no lo hago, desplazo mi cuerpo molido a mi cama que no tendí por la mañana y vuelvo a quedar dormida. Ella lo entiende; sale a pasear por las calles con sus amigos gatos, regresa más tarde para dormir sobre mi cama junto a mis pies esperando a que amanezca para que yo me encuentre un poco más espabilada y le sirva las croquetas en su plato de plástico.
He pasado el fin de semana en la cama, pero todos mis sueños son tan parecidos que se funden en una gran masa de nada, un vagón de tren, el mismo paisaje de un sueño de hace meses, la frase importante que debía recordar al despertar y ahora he olvidado, el cariño de un viejo amor, un rostro con la expresión de fotografía de pasaporte y todo se reduce a una masa de cosas inconexas que no recuerdo, este fin de semana, soñar, me ha servido de nada.
Me he preguntado ¿Qué pasaría si dejara de ir a la escuela? en un principio no lo sé; podría ordenar la casa y preparar la comida, quedarme tirada en la cama leyendo nuevas historias, utilizaría la computadora para perder el tiempo de sobra, casi estoy segura de que no saldría de casa y no es que sea necesariamente una persona hogareña de esas que encuentran en los muros que las albergan una sensación de paz, de comodidad o alivio, si no que simplemente me agobia el exterior y siempre que salgo a caminar “sin rumbo fijo” termino dando vueltas en círculos, fastidiada de ver tantas cosas en tan poco tiempo, por eso cuando camino procuro mirar al suelo, así no me invade esa sensación de mareo, fijo la mirada en los pasos que doy pues de otra manera sólo ando en automático.
Seguramente, después de un largo tiempo, me convencería que esa vida errante no es para mi (ya me ha pasado en otras ocasiones) y que es necesario que ingrese nuevamente al rigor de la rutina, lo pensaría dos veces, pero entonces orgullosa, con un gran sentido de superioridad me diría a mi misma frente al espejo; es hora de regresar la escuela, no podría decir quien ha tomado ésta decisión, si yo ó el espejo, de cualquier manera bajaría la cabeza y sumisa me dispondría a caminar, mirando cómo mis pasos me conducen a esa inevitable cárcel del saber.
Pasan de las tres de la mañana. El perro del vecino ha dejado de ladrar, hay algo que rechina en la calle y se estaciona en la acera de mi casa, es un hombre en su triciclo que hurga en la basura. No me asomo porque me da miedo, pero escucho el ruido de las bolsas, el tambalear del bote. Pobre sujeto, nuestra basura no tiene nada interesante, no hay grandes sobras de comida, sólo cáscaras, algunas porciones pequeñas de guisados que se echan a perder en el refrigerador, algo de café pasado por agua y bolsitas de té remojadas, otra bolsa contiene arena vieja de la gata gorda, en otra residuos sanitarios y dos bolsas con envoltorios, una con los de papel, otra con los de plástico. El sujeto de la basura hurga en nuestra basura a menudo, ha de tener la esperanza de que cambiemos nuestros hábitos de consumo y le dejemos alguna cosa interesante en el tambo, quizás no es el mismo de otras veces o siempre hay alguien nuevo que ronda por el vecindario, eso es algo que no puedo saber, sólo lo imagino, pues no he tenido el valor de asomar mi cabeza por la ventana y ver el rostro de aquel desconocido.
A veces me imagino la conclusión de un texto, una oración, un título, incluso todo un diálogo en eso que llamo la rítmica de las sílabas, es como tararear una canción sin melodía; na-ná-nanana-na-ná-na-ná-nána, es ridículo, pero da resultado.
Cuando comienzo a leer un nuevo libro tengo un pequeño ritual, casi siempre lo olvido al comenzar la lectura, pero pasando algunas páginas o capítulos lo recuerdo; recorro todas las hojas hasta el final y leo la última palabra, sólo la última palabra, entonces quedo satisfecha, aunque algo inquieta, así puedo continuar con la historia manteniendo la certeza de que tiene un final.
A veces pienso que mi gata no es feliz, dicen que los gordos son felices pero ella es gorda y no parece feliz, pocas veces la escucho ronronear, cuando lo hace parece que sintiera alguna culpa por el gozo que experimenta y oculta su ronroneo, lo hace casi imperceptible, quizás no es que no sea feliz si no que simplemente es orgullosa, pero sus suspiros de gato me hacen dudar.
Entonces me he detenido a pensar un poco meneando la cabeza hacia los lados y caí en cuenta de que hay veces que no quiero saber nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, de nada, nada, nada de nada, nada, nada de nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nadie.
Ni de mi misma.
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Sé que debería estar dormida. Pasan de las 2 am y he preferido pasar un poco de la noche en vela leyendo cuentos, imaginando la vida truncada de los personajes por el punto final, trato de no pensar en qué diablos haré dentro de unas horas cuando tenga que prepararme para ir a la escuela. Y es que, últimamente, la escuela o la vida entre semana no son una de mis cosas favoritas.
Estoy tratando de no pensar en bañarme y encontrar algo de ropa limpia en el piso de mi recámara, desayunar y preparar mis alimentos para el resto del día, quizás no encuentre nada en el refrigerador, eso es lo más seguro, como también es seguro que moriré de hambre y sueño todo el maldito lunes -dicen que el lunes es el día que más gente se suicida- no habrá nada bueno en la escuela, algún maestro faltará, tendré horas muertas de pláticas forzadas en los pasillos (para matar aún más el aburrimiento), una clase aburrida, veré a la misma gente que he visto a lo largo de dos años y mi pesimismo me hará de un humor negro insoportable.
Trato de no pensar en ello, pero es inevitable. De pronto me doy cuenta de algo, sé de memoria las actividades de la semana, tal vez esto haga que olvide mis tareas, materiales, herramientas, pues toda la semana parece una repetición de la anterior. Llego a casa de la escuela y caigo en un knock out de sueño en la taza del baño, en un sillón de la sala o sobre la mesa de la cocina, hasta que la gata viene a lamerme la nariz pidiendo que la alimente, a veces no lo hago, desplazo mi cuerpo molido a mi cama que no tendí por la mañana y vuelvo a quedar dormida. Ella lo entiende; sale a pasear por las calles con sus amigos gatos, regresa más tarde para dormir sobre mi cama junto a mis pies esperando a que amanezca para que yo me encuentre un poco más espabilada y le sirva las croquetas en su plato de plástico.
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He pasado el fin de semana en la cama, pero todos mis sueños son tan parecidos que se funden en una gran masa de nada, un vagón de tren, el mismo paisaje de un sueño de hace meses, la frase importante que debía recordar al despertar y ahora he olvidado, el cariño de un viejo amor, un rostro con la expresión de fotografía de pasaporte y todo se reduce a una masa de cosas inconexas que no recuerdo, este fin de semana, soñar, me ha servido de nada.
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Me he preguntado ¿Qué pasaría si dejara de ir a la escuela? en un principio no lo sé; podría ordenar la casa y preparar la comida, quedarme tirada en la cama leyendo nuevas historias, utilizaría la computadora para perder el tiempo de sobra, casi estoy segura de que no saldría de casa y no es que sea necesariamente una persona hogareña de esas que encuentran en los muros que las albergan una sensación de paz, de comodidad o alivio, si no que simplemente me agobia el exterior y siempre que salgo a caminar “sin rumbo fijo” termino dando vueltas en círculos, fastidiada de ver tantas cosas en tan poco tiempo, por eso cuando camino procuro mirar al suelo, así no me invade esa sensación de mareo, fijo la mirada en los pasos que doy pues de otra manera sólo ando en automático.
Seguramente, después de un largo tiempo, me convencería que esa vida errante no es para mi (ya me ha pasado en otras ocasiones) y que es necesario que ingrese nuevamente al rigor de la rutina, lo pensaría dos veces, pero entonces orgullosa, con un gran sentido de superioridad me diría a mi misma frente al espejo; es hora de regresar la escuela, no podría decir quien ha tomado ésta decisión, si yo ó el espejo, de cualquier manera bajaría la cabeza y sumisa me dispondría a caminar, mirando cómo mis pasos me conducen a esa inevitable cárcel del saber.
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Pasan de las tres de la mañana. El perro del vecino ha dejado de ladrar, hay algo que rechina en la calle y se estaciona en la acera de mi casa, es un hombre en su triciclo que hurga en la basura. No me asomo porque me da miedo, pero escucho el ruido de las bolsas, el tambalear del bote. Pobre sujeto, nuestra basura no tiene nada interesante, no hay grandes sobras de comida, sólo cáscaras, algunas porciones pequeñas de guisados que se echan a perder en el refrigerador, algo de café pasado por agua y bolsitas de té remojadas, otra bolsa contiene arena vieja de la gata gorda, en otra residuos sanitarios y dos bolsas con envoltorios, una con los de papel, otra con los de plástico. El sujeto de la basura hurga en nuestra basura a menudo, ha de tener la esperanza de que cambiemos nuestros hábitos de consumo y le dejemos alguna cosa interesante en el tambo, quizás no es el mismo de otras veces o siempre hay alguien nuevo que ronda por el vecindario, eso es algo que no puedo saber, sólo lo imagino, pues no he tenido el valor de asomar mi cabeza por la ventana y ver el rostro de aquel desconocido.
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A veces me imagino la conclusión de un texto, una oración, un título, incluso todo un diálogo en eso que llamo la rítmica de las sílabas, es como tararear una canción sin melodía; na-ná-nanana-na-ná-na-ná-nána, es ridículo, pero da resultado.
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Cuando comienzo a leer un nuevo libro tengo un pequeño ritual, casi siempre lo olvido al comenzar la lectura, pero pasando algunas páginas o capítulos lo recuerdo; recorro todas las hojas hasta el final y leo la última palabra, sólo la última palabra, entonces quedo satisfecha, aunque algo inquieta, así puedo continuar con la historia manteniendo la certeza de que tiene un final.
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A veces pienso que mi gata no es feliz, dicen que los gordos son felices pero ella es gorda y no parece feliz, pocas veces la escucho ronronear, cuando lo hace parece que sintiera alguna culpa por el gozo que experimenta y oculta su ronroneo, lo hace casi imperceptible, quizás no es que no sea feliz si no que simplemente es orgullosa, pero sus suspiros de gato me hacen dudar.
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Dame jaque mate, me repondré a media tarde
Es la voz grave de una mujer gitana que canta la oración con falsetes, la acompañan algunas flautas chillonas, laúdes, cítolas o mandoras, la escucho por la radio mientras un pequeño gato desdentado me muerde el dorso de la mano, fue lo último que soñé antes de despertarme, ya casi he olvidado la melodía pero por la mañana la podía cantar con todo y falsete.
1 comentario:
Aqui la respuesta a: ¿Qué pit con paula, no vino?
Salud
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